sábado, 10 de noviembre de 2012

Un buen libro te puede matar



Por Guillermo Piro, para Perfil.com
Ian McEwan escribió hace unos años un libro interesante, Sábado. En su momento, los críticos le aplicaron a Sábado el privilegio de ser una novela actual, lo que queda fuera de dudas, pero al mismo tiempo resulta intrascendente. Sábado vale por otras razones. Pero el asunto carece de importancia. La novela está protagonizada por un neurocirujano, Henry Perowne, que junto con su familia es tomado de rehén en su propia casa por dos individuos. Uno de ellos obliga a la hija de Henry, Daisy, a desnudarse, y ahí tiene lugar un toque maestro: en ese momento sus padres descubren que está embarazada de cuatro meses. Y aquí ocurre algo: en vez de violar a la Daisy inerme, a lo mejor enternecido por su embarazo, el psicópata la obliga a leerle una poesía. Pero la astuta Daisy, en vez de leerle una de su autoría, le recita Dover Beach, de Matthew Arnold, lo que conmueve hasta tal punto al agresor que anula sus pulsiones agresivas y se pone a charlar amablemente con Henry sobre los últimos adelantos en neurocirugía. Cuesta creer que la lectura de un poema pueda tener semejantes efectos disuasivos.
Un escritor que no admiro particularmente tiene un breve texto a partir de cuya lectura me convertí en un respetuoso admirador de su persona: Charles Bukowski. El texto no puedo transcribirlo, no lo encuentro, pero voy a tratar de recordarlo. (Hace un tiempo, en un blog, alguien me parodiaba diciendo cada tanto “cito de memoria”. Y sí, esta vez también cito de memoria). Bukowski contaba brevemente su primer encuentro con Céline y el Viaje al fin de la noche. Alguien le había recomendado el libro y se lo había prestado, y él, alertado por el carácter maravilloso del texto con el que pensaba lidiar, se había hecho de una lata de galletitas saladas y de una botella de scotch. Entonces, se había sentado a leer. Bebía, comía galletitas y leía. Leía, seguía comiendo galletitas y bebía. Y bebía. Y leía. Y comía galletitas. De pronto el scotch se acabó, pero él seguía leyendo y comiendo galletitas saladas. Y leía. Y comía galletitas. Y leía. Y comía. Y en ese punto, Bukowski lanza una frase genial; dice: “Un buen libro te puede matar”.
A mí estuvieron a punto de matarme varios libros. Viaje al fin de la noche, naturalmente, pero también Muerte a crédito, de Céline; Los siete pilares de la sabiduría, de T.E. Lawrence; La vida en los pliegues, de Henri Michaux; Los novios, de Alessandro Manzoni; La luna de los asesinos, de Richard Stark; Un hombre al margen, de Marc Behm; Strega, de Andrew Vachss… Supongo que hay más, pero lo que vale especificar es el efecto que produce la lectura de determinados libros. Me refiero a la capacidad que tienen ciertos libros de interrumpir o anular funciones, vicios e incluso hábitos. Recuerdo leer Muerte a crédito con el cigarrillo apagado en la boca y el encendedor en la mano esperando el momento en que fuera posible interrumpir la lectura para encenderlo. Y que las páginas pasaran y pasaran y yo siguiera en la misma pose estúpida, con el cigarrillo colgando de la boca y el encendedor en la mano.
No son cosas que me ocurran muy a menudo. De hecho, creo que no ha vuelto a ocurrirme desde hace mucho. Porque, como decía André Maurois, “la lectura de un buen libro es un diálogo incesante en que el libro habla y el alma contesta”. Cito de memoria.

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