miércoles, 17 de noviembre de 2010

¿Los chinos son realmente más parecidos entre sí que nosotros?


Cuando contemplamos un grupo de orientales no podemos evitar sentir que todos tienen la misma cara (y que todos se apellidan Lee), pero ¿hasta qué punto esto es cierto? ¿Existe mayor homogeneidad fisonómica entre los asiáticos?

La respuesta que se ha dado hasta ahora al hecho de que, por ejemplo, los europeos no distingan con precisión a los chinos, se conoce como el “efecto de otras razas” (ORE, según sus siglas en inglés). Este efecto se produce porque los rasgos de los asiáticos son muy distintos a los de los occidentales y por eso, al no estar acostumbrados a ellos, éstos no pueden procesar con exactitud sus características faciales.

Lo que se cree es que somos capaces de percibir más diferencia entre los miembros de la etnia a la que pertenecemos que entre los miembros de otras etnias, de igual modo que todos los chimpancés, por ejemplo, nos parecen esencialmente iguales.

Para confirmarlo, el psicólogo estadounidense H. L. Teuber, experto en los mecanismos cerebrales del reconocimiento facial, propone la siguiente hipótesis:
Nuestra (relativamente) reciente salida de África y consiguiente diáspora nos ha llevado a una variedad extraordinariamente amplia de hábitats, climas y modos de vida. Es probable que las diferentes condiciones ambientales hayan ejercido fuertes presiones selectivas, sobre todo en las partes externamente visibles, como la piel, que son las más castigadas por el sol y el frío.

Podéis leer, por ejemplo, son la anormalidad de tener la piel blanca y los ojos azules en el artículo Esas anómalas personas de cara blanca llamadas europeos (I) y (y II).

A esto hay que añadirle otra hipótesis complementaria: las barreras culturales a la reproducción.
Debido a la enorme influencia de la tradición cultural a la hora de escoger con quién nos apareamos y a que nuestras culturas y, a veces, nuestras religiones, sobre todo en lo tocante a la elección de la pareja sexual, fomentan el rechazo a los forasteros, esas diferencias superficiales que ayudaron a nuestros antepasados a preferir a sus congéneres antes que los forasteros se habrían visto reforzadas de una manera totalmente desproporcionada respecto de las verdaderas diferencias genéticas existentes entre los humanos.

Esta idea también ha sido sustentada por Jared Diamond en El tercer chimpancé.

Es decir, que no sólo nos diferenciamos de los demás por cuestiones geográficas, sino que fomentamos esa diferencia por la selección sexual, lo cual provoca que los asiáticos sean cada vez más diferentes a nosotros. Y que todos nos parezcan, en consecuencia, más uniformes. Como uniformes les parecemos nosotros a ellos.

Richard Dawkins propone no obstante dos versiones diferentes de esta hipótesis, una fuerte y otra débil:
Según la teoría fuerte, el color de la piel y otras marcas genéticas llamativas evolucionaron como herramienta de discriminación a la hora de escoger pareja sexual. Según la teoría débil, que podemos considerar antesala de la fuerte, las diferencias culturales tales como el lenguaje y la religión desempeñan en las etapas iniciales de la especiación el mismo papel que la separación geográfica. Una vez que las diferencias culturales propiciaron esa separación inicial, con el consiguiente efecto de que ya no habría flujo génico que mantuviese unidos a los grupos, éstos comenzaron a evolucionar por separado y a distanciarse genéticamente, como si estuviesen separados en sentido geográfico.

Vía | El cuento del antepasado de Richard Dawkins

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