viernes, 14 de diciembre de 2012

¿Puede sobrevivir un humano sin algunos órganos del cuerpo?




El cuerpo humano está diseñado como la mejor máquina para la supervivencia. Morirse no es tan fácil. La mayoría de los órganos son pares, como los riñones, lo que significa que cuentan con un repuesto capaz de trabajar, si es necesario, a toda máquina. Los que no lo son, o bien disponen de la capacidad de regenerarse, como el hígado, o bien pueden ser sustituidos por otros gracias a los avances logrados en el campo de los trasplantes, como el mismo corazón. La única pieza insustituible es el cerebro, el espacio, curiosamente, donde reside si no el alma, sí la esencia humana. Quizás por eso sea irreemplazable, a pesar incluso de que la pérdida de determinadas porciones de masa cerebral tampoco impidan burlar a la muerte. «La vida siempre intenta abrirse camino», resume el especialista en Medicina Interna Ricardo Franco. Pero, ¿hasta qué punto podemos sobrevivir sin órganos fundamentales? No se trata de quedarse sin un brazo, una pierna o una oreja. ¿Cuántas partes del organismo se pueden ir perdiendo antes de que con alguna de ellas se vaya también la vida?
«Muchísimas. La naturaleza es muy sabia, más de lo que podemos imaginar», responde el especialista vizcaíno, médico del hospital de Basurto. Con él, y con la colaboración del neurólogo Juan Carlos García-Moncó, del hospital del Galdakao, recorremos las entrañas del cuerpo humano para conocer los límites de nuestra existencia. Los dos médicos explican qué téjidos se pueden ir eliminando, uno tras otro, garantizándose la supervivencia del paciente. No se trata de ahondar en cuestiones éticas, como la calidad de vida del enfermo imaginario que vamos a ir ‘despedazando’, sino de profundizar en la capacidad de resistencia del cuerpo humano, en lo más puramente físico.
Sin pene o sin vagina
El rompecabezas de la vida y la muerte podría comenzar por la extirpación de los órganos sexuales. Una enfermedad de Crohn, consistente en la inflamación permanente del tracto intestinal, la extirpación del útero o un cáncer podrían llevar a una mujer a perder la vagina. Si después le faltara un ovario, no sólo podría seguir viviendo, sino que aún tendría capacidad de engendrar un hijo. La segunda gónada cubriría en solitario la función que desempeñaban juntas. «Se denomina función vicariante. La naturaleza ha sido lo suficientemente inteligente como para dotarnos de órganos dobles, de tal modo que cuando uno falla el otro compensa su tarea», destaca Ricardo Franco.
En el caso de los hombres, ocurre parecido. La pérdida de un testículo no impide la función reproductora. Un varón puede vivir sin pene y seguir teniendo orgasmos; e incluso esquivar la muerte aunque le llegara después un cáncer de ano que obligara a su extirpación. La existencia, independientemente de los problemas psicológicos acumulados al llegar a este punto, comenzaría a complicársele de manera muy seria. Pero aún le quedaría cuerda para rato.
A la intervención en el ano, podría seguirle una enfermedad benigna de la próstata, que precisara la extirpación de la glándula más másculina. Como nuestro paciente varón ya se había quedado sin pene, la impotencia que conlleva esta cirugía le traería sin cuidado. En cambio, comenzaría a sufrir incontinencia urinaria y cabría la posibilidad de que en la operación le dañaran alguna otra parte.
El apendicitis es una patología propia de los niños, pero se da en todas las edades. La inflamación del apéndice situado donde comienza el colon puede conducir a la muerte si no se detecta a tiempo, pero hoy en día es raro que ocurra algo así al tratarse ésta de una cirugía común. Ante la duda, el apendice, cuya función aún se ignora, se extirpa. «Antes los marinos se lo hacían arrancar para evitar que la enfermedad les sorprendiera en el mar y que, indefectiblemente, les llevara a la muerte», explica el especialista del hospital de Basurto.
Dadas las complejidades sufridas en el aparato urinario, no sería de extrañar que a nuestro enfermo imaginario hubiera que extirparle la vejiga. «No pasa nada. Es sólo un saco, un globo a donde abocan los uréteres que proceden de los riñones y que vehiculan el pis». Cuando llega al límite de su capacidad, en torno a los 350 centímetros cúbicos, es cuando a uno le entran ganas de orinar. A partir de este momento, el hombre se aguantará menos y, si fuera mujer, curiosamente, algo más, a pesar de que sus vejigas suelen ser algo más pequeñas.
La siguiente mala noticia que podría recibir sería la necesidad de extirparle el colon a causa de una colitis ulcerosa que se hubiera complicado y lo hubiera inutilizado. Los cirujanos tendrían entonces que comunicar la parte final del intestino con una bolsa llamada estoma, que quedaría adherida a la piel del paciente a la altura del abdomen con el fin de favorecer la eliminación de los excrementos. «En estos casos, el sujeto defeca algo muy líquido y muy ácido, lo que resulta también muy hiriente en la zona del estoma»..
Falla el intestino y un riñón
Después de algo así, bien podría ocurrir que se requiriera extirpar parte del intestino delgado, un órgano que puede alcanzar los 25 metros de longitud. Su única parte suprimible es la del inicio del conducto, la que comunica directamente con el estómago. La cirugía baríatrica, para las obesidades mórbidas o enfermizas, consiste precisamente en provocar artificialmente, con esta misma operación, un síndrome de mala absorción, que lleva a la persona «a perder los 80 kilos que le sobran». Debe serse muy cauteloso, porque si se quita demasiado -el límite en los mejores casos ronda los siete u ocho metros- el organismo sería incapaz de asumirlo y el paciente moriría, independientemente de que se le hubieran practicado o no todas las intervenciones citadas con anterioridad.
A esta altura, visto lo visto, caben muchas posibilidades de que falle, asimismo, un riñón. Puede vivirse perfectamente con uno y, de hecho, hay personas que donan en vida uno de los suyos. Si se colapsan los dos, la situación se complica. El enfermo tendría que entrar en un programa de diálisis, que es una manera artificial de activar la funcion renal, o quedar a la espera de un trasplante.
En medio de este cúmulo de infortunios, podría fallar el páncreas por una inflamación o un accidente de tráfico. Al carecer del órgano encargado de producir insulina, el paciente se convertiría automáticamente en diabético y debería recibir un tratamiento en pastillas para facilitar la digestión de los alimentos.
Pocas personas, quitándo a los profesionales sanitarios, saben que al bazo se le llama ‘la tumba de la sangre’ por su capacidad para asimilar los glóbulos rojos moribundos, restablecer la producción y generar, además, leucocitos y plaquetas. También puede ‘averiarse’ y dejar al paciente obligado a vacunarse cada cinco años contra el neumococo. Sobrevivir sin bazo tiene como contrapartida hacerse más sensible a las infecciones.
Aún quedan desdichas posibles. Si a nuestro paciente imaginario deja de funcionarle el hígado, podría trasplantársele uno, pero si lo que tiene es un tumor, quizás diagnosticándoselo a tiempo y extirpándoselo, el problema se haya terminado. Su mala racha, no. En el camino puede dejarse un pulmón y disfrutar de una vida «prácticamente normal» con el que le quede. «Conozco quien vive con uno y, después de un periodo de aclimatación, no al día siguiente, sube al monte», destaca Ricardo Franco.
El corazón también puede reemplazarse por otro mecánico hasta la aparición de un donante. El cerebro merece un capítulo aparte. «Vivir así es posible, pero no deseable», resume el internista Ricardo Franco. «Las condiciones de vida serían lamentables. ¡Ojalá que para nuestro paciente, aunque sea imaginario, todo haya sido un mal sueño!».

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