sábado, 10 de noviembre de 2012
El hombre que fue vecino de Hitler
Han pasado más de 80 años, pero Feuchtwanger todavía recuerda la primera vez que vio la inconfundible figura de Adolfo Hitler.
Eran los primeros años de la década de 1930, cuando el niño de 8 años, que estaba caminando con su niñera, vio al líder nazi, vestido en su emblemático impermeable con cinturón y con sombrero Trilby, saliendo de un gran edificio de apartamentos.
”Me miró a los ojos, no creo que sonriera”, rememora Feuchtwanger. Unas cuantas personas se detuvieron y exclamaron “Heil Hitler”. En respuesta, levantó el sombrero “como haría un político democrático” antes de irse en un auto que lo esperaba.
“Por supuesto sabía quién era, aunque fuera un niño”, dice. “Como canciller dominaba la política”.
Pero en esa etapa, verlo no daba miedo. “Quizás si hubiera pensado en eso me habría asustado, pero no hubiera sido bueno para mí”, afirma Feuchtwanger. “Sólo me inspiraba curiosidad verlo allí”.
Este hombre, ahora de 88 años, reconoce que parece raro hablar sobre el autor del Holocausto como cualquier vecino.
“Suena tan amistoso cuando hablo de cómo viví en la misma cuadra que Hitler, como si no fuera gran cosa”, agrega calmadamente. “Pero es muy difícil pensar que personas que viste casi a diario fueran responsables de poner al mundo de cabeza”.
Aunque sólo tenía 5 años cuando el futuro führer se mudó, Feuchtwanger recuerda a su madre comentar que “no tenemos mucha leche hoy, porque el lechero dejó demasiadas botellas” en la residencia de Hitler.
Pasar frente al lujoso apartmento de Hitler en Prinzregentenplatz 16 se convirtió en parte de la rutina diaria del joven en su camino al colegio. Solía pararse a ver si estaba. Una vez se atrevió a acercarse a su puerta para ver si tenía el nombre de Hitler.
“Hitler venía a Múnich los fines de semana. Sabía que estaba en casa por los autos estacionados afuera”, expresa Feuchtwanger. Su llegada era anunciada por el chirrido de los neumáticos de una caravana de tres autos y “un pelotón de guardaespaldas”.
El sonido de botas repiqueteando en la acera llenaba el aire. Los transeúntes paraban a aclamarlo. El joven Edgar también se detenía a mirar.
“Se nos inculcaba toda la ideología nazi en la escuela”, explica. Uno de sus profesores les hizo dibujar una gran esvástica a lápiz en la primera página de su cuaderno de ejercicios. En otra página escribían una lista de los enemigos de Alemania, entre ellos Reino Unido, Rusia y Estados Unidos.
Ajenos a la amenaza nazi
Para mediados de la década, cuando ya estaba más claro el alcance del proyecto nazi, muchos judíos alemanes todavía no aceptaban estar bajo amenaza.
“Sabíamos que la llegada de Hitler al poder era peligrosa para nosotros”, dice Feuchtwanger, cuyo tío, Lion Feuchtwanger, era un renombrado dramaturgo antinazi. Su apartamento ya había sido saqueado en 1933, mientras estaba de viaje, y nunca regresó al país. Pero los padres de Edgar se aferraron a la idea de que no se habían percatado de su existencia.
Por orden de Hitler, otras familias judías se mudaron del vecindario para hacer lugar a sus sirvientes y guardaespaldas. Pero nadie tocó la puerta de los Feuchtwanger.
El 10 de noviembre de 1938, sin embargo, ese falso sentido de seguridad fue aplastado. Esa mañana, Edgar, ya de 14 años, escuchó a oficiales de la temida Gestapo llegar a su casa. La noche anterior se había dado la primera ola de violencia nazi organizada contra judíos en toda Alemania y partes de la ocupada Austria.
En el transcurso del pogrom, conocido como Kristallnacht o Noche de los Cristales Rotos, mataron a 91 judíos, miles más fueron arrestados, y sus casas, negocios y sinagogas fueron destruidos.
Feuchtwanger recuerda observar, aterrado e indefenso, cómo se llevaban a su padre. “No lo maltrataron”, acota. “Mi madre fue muy valiente”. Posteriormente, la Gestapo volvió con camiones y cajas de mudanza para llevarse los libros más valiosos de su notable biblioteca. “Decían que era para ‘asegurar los libros’”, expresa.
Fue un momento crucial para el jovencito y su familia. Ya no podía ir al colegio y pasaba los días acurrucado con su madre y otros parientes en la casa, sin atreverse a salir. “Nos sentíamos tan indefensos, con temor a que alguien nos matara y nadie hiciera nada”.
Durante seis semanas la familia esperó recibir noticias, temiendo lo peor. Sólo sabían que el padre de Edgar y uno de sus tíos habían sido trasladados a Dachau, el infame campo de trabajo en las afueras de Múnich. Entonces, inesperadamente, su padre quedó libre.
Exhausto, enfermo y congelado, pero vivo.
Después le dijo a su hijo que la única forma de sobrevivir el severo régimen del campamento fue “no llamar la atención”. El momento en que no pudieras seguir trabajando o te desmayabas por falta de alimento, añadió, era tu fin.
Para cuando volvió, la familia estaba convencida de que tenían que abandonar la Alemania nazi. Con la ayuda de parientes que ya estaban en el exterior, consiguieron visas para viajar a Reino Unido.
En febrero de 1939, Edgar abordó un tren hacia Londres. Su padre lo acompañó hasta la frontera con Holanda y regresó a Alemania a terminar los planes para ir con su esposa. En mayo de ese año, la familia se reunió en Inglaterra.
Como familia jamás volvieron a su vieja casa en Mnich, aunque Feuchtwanger hizo una primera visita en la década de 1950, tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Fue a echar una mirada a la antigua residencia de Hitler en el segundo piso. Seguía en pie, afirma. Pero hoy nada indica que el hombre que tuvo tanto impacto en la historia del mundo hubiera vivido allí.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario