Corre por ahí el bulo de que leer no es para tanto. Que ya existe la televisión, que vivimos en un mundo audiovisual, y que por tanto la lectura es una actividad como cualquier otra, casi un hobbie, algo marginal que irá retrocediendo con el tiempo. Pero no es así.
La lectura de libros o de textos que requieran concentración y tiempo nos permite llegar a lugares a los que otras tecnologías tienen vedado el paso. No sólo se profundiza en asuntos complejos sino incluso en emociones complejas.
Una buena prueba de ello es cómo piensa un lector respecto a un analfabeto. Los cerebros lectores entienden de otra manera el lenguaje, procesan de manera diferente las señales visuales; incluso razonan y forman los recuerdos de otra manera, tal y como señala la psicóloga mexicana Feggy Ostrosky-Solís.
Los cerebros de los lectores incluso difieren entre sí según qué lecturas tengan por bagaje. Y no sólo estoy hablando de leer Dostoievsky o Pablo Coelho, sino que influye incluso el idioma en el que leemos.
Los lectores de inglés, por ejemplo, elaboran más las áreas del cerebro asociadas con descifrar las formas visuales que los lectores en lengua italiana. Según se cree, la diferencia radica en el hecho de que las palabras inglesas presentan con más frecuencia una forma que no hace evidente la pronunciación. ¿No habéis visto en las películas que a menudo las personas deben deletrear su nombre para que la otra persona sepa cómo se escribe? Por el contrario, las palabras italianas, así como las españolas, suelen escribirse exactamente como se pronuncian.
Por esa razón, también, los vocabularios de las culturas que aprendían a leer incrementaban sus recursos lingüísticos. Por ejemplo, el vocabulario inglés, limitado a unos pocos miles de palabras, se amplió hasta más de un millón con la proliferación de los libros.
Pero ¿qué pasa exactamente, en tiempo real, en el cerebro de una persona que lee y entiende lo que lee, a diferencia de una persona que simplemente mira las imágenes en una pantalla o escucha las palabras de un cuentista?
En 2009, la revista Psychological Science publicó un estudio al respecto, llevado a cabo en el Laboratorio de Cognición Dinámica de la Universidad de Washington, cuya principal investigadora fue Nicole Speer.
Los lectores simulan mentalmente cada nueva situación que se encuentran en una narración. Los detalles de las acciones y sensaciones registrados en el texto se integran en el conocimiento personal de las experiencias pasadas. Las regiones del cerebro que se activan a menudo son similares a las que se activan cuando la gente realiza, imagina u observa actividades similares en el mundo real.
Y todo esto es así porque leer es una actividad muy poco natural. Imaginaos: ¿acaso nuestros antepasados podían concebir permanecer sentados durante mucho tiempo, sin moverse, con la vista fija en un punto estático en la que no está pasando nada? Es decir: mirando pulpa de árbol prensada manchada con lo que parecen insectos aplastados. Más que un ser humano eso parecería una estatua. Un observador analfabeto no entendería qué mira tanto esa criatura porque todo pasa en su cabeza. De algún modo, el humano lector es casi una nueva especie.
El estado natural del cerebro humano, así como el de la mayoría de los primates, tiende a la distracción. Basta con que aparezca cualquier estímulo interesante, y nuestro cerebro sentirás interés por él, olvidándose de lo que estaba haciendo. Sin embargo, leer un libro requiere de una capacidad de concentración intensa durante un largo periodo de tiempo.
Esta tendencia a distraernos con nuevos estímulos, según la psicología evolutiva, tiene mucho sentido. Nuestros ancestros debían tener cerebros hambrientos de novedades y dispuestos a captar cualquier irregularidad: los objetos estacionarios o invariables forman parte del paisaje y mayormente no se perciben. Los ancestros que no tenían esta capacidad, seguramente tenían mayor probabilidad de morir (por ejemplo, un depredador que acecha) o menor probabilidad de fijarse en una oportunidad (por ejemplo, una fuente cercana de alimentos, lo cual también se traducía en una muerte prematura). Y un ancestro muerto es un ancestro que no se reproduce y que no deja en herencia a su prole sus genes, es decir, rasgos como un cerebro que no tiende a la distracción.
Todos los que en el pasado tenían cerebros predispuestos para la concentración y la linealidad, por tanto, se extinguieron. Nosotros somos descendientes de no lectores. Compartimos sus vetas genéticas. Tal y como señala Nicholas Carr:
Leer un libro significaba practicar un proceso antinatural de pensamiento que exigía atención sostenida, ininterrumpida, a un solo objeto estático. Exigía que los lectores se situaran en lo que el T. S. Eliot de los Cuatro cuartetos llamaba “punto de quietud en un mundo que gira”. Tuvieron que entrenar su cerebro para que hiciese caso omiso de todo cuanto sucedía a su alrededor, resistir la tentación de permitir que su enfoque pasara de una señal sensorial a otra. Tuvieron que forjar o reforzar los enlaces neuronales necesarios para contrarrestar su distracción instintiva, aplicando un mayor “control de arriba abajo” sobre su atención. “La capacidad de concentrarse en una sola tarea relativamente sin interrupciones”, escribe Vaughan Bell, psicólogo del King´s College de Londres, representa “una anomalía en la historia de nuestro desarrollo psicológico.
Los libros son el equivalente intelectual de los antibióticos, los aditivos o el aire acondicionado. Son una tecnología capaz de diluir un poco más nuestra humanidad de serie y moldear nuestro cerebro para alcanzar finisterres que hace apenas unos siglos eran inalcanzables. Son una tecnología diferente a Internet, la telvisión o el teléfono móvil, así que vale la pena que no la perdamos.
Ni que decir tiene que mucha gente había cultivado una capacidad de atención sostenida mucho antes de que llegara el libro e incluso el alfabeto. El cazador, el artesano, el asceta, todos tenían que entrenar su cerebro para controlar y concentrar su atención. Lo notable respecto de la lectura de libros es que en esta tarea la concentración profunda se combinaba con un desciframiento del texto e interpretación de su significado que implicaban una actividad y una eficiencia de orden mental muy considerables. La lectura de una secuencia de páginas impresas era valiosa no sólo por el conocimiento que los lectores adquirían a través de las palabras del autor, sino por la forma en que esas palabras activaban vibraciones intelectuales dentro de sus propias mentes.
Así, lectores del mundo, antinaturales todos, si pensáis más profundamente es porque leéis más profundamente. Porque, en ocasiones, ser antinatural es lo más de lo más.
Vía |
Superficiales de Nicholas Carr